El tenis, pulcro y perfecto desde su origen, es el mejor escenario para conocer nuestros peores temores. Su disciplina expone el fallo. Sus elementos básicos son como el ciclo vital al que nos enfrentamos en soledad, intentando devolverlas todas por encima de la red.
Ese momento en el que, teniendo todo en contra, logras darle la vuelta. Como un punto de break en un partido de tenis, un quiebre de los esquemas; lo menos probable, lo menos pensado, sucede. El movimiento se invierte y las energías se mueven. Es la reacción a la intuición y al instinto de superación, las ganas de triunfar, el logro personal.
En ese giro todo se mueve rápido, pero, a la vez, queda suspendido en el aire, como la foto de un recuerdo histórico. En ese instante salta la chispa y hay dos opciones: surge la idea, la inspiración, o, lo más probable, se prende todo. La frustración, la ira y el pánico dan lugar al error, aparece la nube del fracaso. Un segundo de oscuridad, el desahogo en una raqueta destruida. Abucheos y silbidos de desaprobación, la soledad en medio de la arcilla. Una sensación conocida.
Ya aprendiste a salir de ahí y sigues jugando el siguiente punto. El ir y venir en la cancha, resbalas, caes y regresas al centro con tu ropa sucia. Ya aprendiste que puedes ganar, pero nadie puede jugar por ti.
En el movimiento del juego intenso y constante está el proceso de perfeccionamiento, la evolución natural, la unión con quienes también se mueven. Más historias, más experiencias, más personas. Hasta que perfecciones tus golpes, hasta que localices tu punto fuerte e inviertas de nuevo tu destino. Y vuelta a empezar.
Nuestro proceso creativo es una etapa más de todo esto, también en soledad, pero en continuo movimiento. Sin parar.
