El sol ilumina la Avenida Brasil en una mañana tranquila de Valparaíso. Bajo mis pies, en el pasto que ahora cubre esta tierra, alguna vez estuvo el mar, cargando naufragios invisibles, restos de un tiempo que solo se intuye en las texturas del paisaje. Pienso en Cristóbal Traslaviña (Santiago, 1982), como un náufrago de este puerto. No porque haya llegado aquí por azar, sino porque su historia resuena con las cicatrices y los silencios de la ciudad. Rastreo las huellas que su obra ha dejado en los últimos 25 años de práctica fotográfica, en cómo Valparaíso parece haberlo rescatado, como si las olas lo hubieran traído hasta aquí. Su mirada, un mapa del dolor, del barrio, de la marginalidad, es también una búsqueda constante de la belleza y el refugio.
Su viaje comenzó en la comuna del Bosque, en su zona sur, en la periferia de Santiago, donde documentaba con una cámara pocket que le regaló su madre la crudeza y efervescencia de su pandilla punk: “Era punk rock destroy”, dice, refiriéndose a una escena marcada por la violencia, la droga y la autodestrucción. Así, en un concurso en la Casa de la Cultura del Bosque, con solo 16 años y las mechas fucsias levantadas, mostró esas primeras imágenes que no estaban hechas para el mundo, pero que encontraron su lugar. No ganó, pero algo se encendió en él. Al llegar, lo veo encender un cigarrillo Carnival y abrir una chela; así comienza la conversación en este pasto, en esta tierra, que antes fue mar.
En un país donde la pobreza suele marcar el destino de quienes nacen en los márgenes, torcer ese camino precario hacia uno de creación y formación resulta un acto de resistencia. La historia de Cristóbal Traslaviña ejemplifica cómo el acceso a la educación puede transformar una realidad limitada por la carencia y lograr, en su caso, que un talento inicial sea pulido y potenciado por maestros emblemáticos de la fotografía documental chilena. El relato de Cristóbal revela cómo la pasión y el esfuerzo pueden vencer las barreras estructurales más opresivas.
“Una de las cosas más lindas que he visto fue cuando un retrato apareció en una hoja en blanco con el proceso fotoquímico”
«Quería estudiar fotografía pero era súper caro, imposible para nosotros. Éramos muy pobres, mi familia tenía que cortarse un brazo para comer. Gané una beca, que en realidad movió Jorge Acturno, para estudiar en el Arcos, una escuela muy documental, postdictadura. Ahí había grandes maestros fotógrafos de la AFI, como Iñaki Urribarri y Jorge Aceituno. Tenía malas notas y casi perdí la beca porque algunos profes me decían que insistiera en mi mirada y otros me pedían seguir reglas tradicionales, eran hijos de Cartier-Bresson. Mi maestro fue Aceituno. Yo no conocía fotolibros, él me mostró a Nan Goldin y Larry Clark, me dijo que hacían cosas similares a las mías, que tenían la misma estética. Ni sabía que existía una biblioteca de fotolibros. Me pasaba todos los días ahí. Después conocí el laboratorio químico con Rodision Marchan y Daniel Barraco. No salía, estaba todo el día en el cuarto oscuro. Una de las cosas más lindas que he visto fue cuando un retrato apareció en una hoja en blanco con el proceso fotoquímico. Fue un orgasmo nivel Dios. Me enamoré de la fotografía y del cuarto oscuro”.
La práctica fotográfica de Cristóbal Traslaviña se adentra en las sombras, tanto físicas como emocionales, convirtiendo la penumbra en su territorio creativo y existencial. En su obra, los espacios oscuros, las heridas y el dolor no solo son temas, sino también metáforas de una búsqueda más profunda por enfrentar el abismo interno y externo. Su insistencia en explorar lo marginal y lo lúgubre no es casualidad; es ahí donde se ve reflejado, se desahoga y confronta. Desde ese claroscuro, su fotografía no embellece ni calma, sino que ilumina con crudeza, exponiendo lo que la luz del día prefiere ocultar. Una forma de operar que, de nuevo, viene desde su experiencia, casi desde su entraña.
“Cuando fotografío, me enveneno, disparo y trato de envenenarme a mí mismo. Es esa cosa barrial, resentida, que no se quita”
“Yo no fotografío al otro; trato de autorretratarme en el otro. Por eso fotografío a gente semejante a mí: marginal, con el dolor como eje. Cuando fotografío, me enveneno, disparo y trato de envenenarme a mí mismo. Es esa cosa barrial, resentida, que no se quita. Me encanta ser resentido, es una de las heridas que muestro a través de mis fotos. Si no tuviese la fotografía, agarraría una metralleta y me pitearía un paco. Fotografiar es anestesiar; es como una droga. Hay que estar muy enfermo para ser una persona lúcida. Tienes que tener una adicción para soportarlo todo”.
Cristóbal vive con intensidad la práctica fotográfica en los lugares que le identifican. Es algo que le atraviesa y encuentra las grietas para salir de él de una forma que no le destruya por dentro. “Algunos de los lugares que transito son moteles, okupas, espacios lúgubres. Me siento bien en la penumbra, esos lugares son mi zona de confort. Cuando hay mucha luz, no me es cómodo. En esas sombras hay un abismo, si das el paso, todo se va a la mierda. Es una sensación difícil de describir. Yo estoy en ese vacío que llenas con las ganas de tirarte o no. Fotografiar ayuda a lidiar con eso, como una terapia. Pero no lo recomiendo, porque entiendo que no todos lo soportan. El flash ilumina lo que no se quiere ver, aquello de lo que la gente aparta la mirada cuando todo se está yendo a la mierda. Yo no ilumino con buena onda, ilumino con dolor y rabia tremenda. No intento agradar con mi trabajo”.
“Yo no ilumino con buena onda, ilumino con dolor y rabia tremenda. No intento agradar con mi trabajo”
En esta penumbra a menudo se encuentra el sexo. Cristóbal lo explora como un territorio donde lo íntimo y lo universal se encuentran: el cuerpo desnudo no solo es algo estético y erótico, sino también el escenario último de libertad, cruda verdad, vulnerabilidad y contradicción, una experiencia humana reveladora de amor, violencia, placer y muerte. Esta insistencia en fotografiar lo sexual no solo desnuda los cuerpos, sino que también su propia mirada y sus heridas personales.
“Las imágenes sexuales me interesan porque el cuerpo es la última frontera, el único lugar de verdadera libertad. El sexo es primitivo, es básico. Ahí están la violencia y el amor conjugados en un solo momento. Son palabras que no van juntas, pero en el acto sexual coexisten. Ademas, en mis montajes suelo parentar imagenes de muerte, como una amiga que murió de sobredosis, con otra de sexo. Me gusta jugar con ese contraste entre sexo y muerte. Son pares que chocan. La petite mort, así llaman los franceses al orgasmo”.
Este contacto con lo sexual en relación a la muerte también viene de sus raíces, de su experiencia propia: “Desde pequeño peleo, y me nace así. Vengo de un lugar violento, donde las personas se agarraban a puñaladas por cualquier tontera, en las piernas o el trasero. Las imágenes más explícitas que he hecho, muchas son impublicables. Una pareja swinger, sexo oral en un balcón de San Miguel.Ya no hago esas imágenes sexuales desde hace mucho tiempo”.
Cristóbal vive una tensión constante entre Santiago y Valparaíso. La capital es un espectro de recuerdos y pérdidas, la representación de un pasado marcado por la violencia, las cicatrices de la revuelta y los fantasmas de amigos que ya no están. El puerto se ha convertido en un lugar seguro para encontrarse y sobrevivir, en un espacio caótico pero liberador, donde el mar se convierte en un símbolo de contraste y redención. En este puerto de contradicciones, se arraiga y navega entre la memoria de su origen y la posibilidad de algo distinto.
“En Santiago, salir del barrio era delinquir, traficar, o trabajar en un McDonald’s. No queríamos ninguna de esas opciones. Por eso elegí el puerto, para huir de ese destino. Valparaíso es mi refugio, en él me siento un náufrago con libertad absoluta. Aquí estoy en paz. Esta ciudad es violenta y amorosa a la vez, lleva la misma contradicción que yo. Vivo en cerro Barón, ‘pito, cocaina y ron’. Allí estoy alejado del hueveo, en la frontera. Es uno de los barrios más lindos de Valpo. El mar, para mí, lo significa todo: caos, violencia, amor. Me entrega todo. Por las mañanas me da paz. Como decía el Gitano Rodríguez: el puerto amarra más que el hambre”.
“La mayoría de mis amigos están muertos o presos. Si no te cayeron los dientes, es porque no estuviste ahí. A la mayoría se le cayeron, a mí también”
Su relación con el lugar donde nació es como la que tendría con una pareja tóxica: “Cuando voy a Santiago, a los dos días siento la necesidad de volver. Me tira de regreso. Y eso que allá está mi barrio. Ahí me forjé, pero aquí crecí. Mi barrio en Santiago ya no existe. La mayoría de mis amigos están muertos o presos. Si no te cayeron los dientes, es porque no estuviste ahí. A la mayoría se le cayeron, a mí también”.
En la actualidad, Cristóbal se encuentra trabajando en “Nunca vencedores, ni vencidos”, un proceso creativo del cual no quiso entregar mayores detalles, pero que se materializará en una exposición y un fanzine para comienzos del 2025.